Existe una tendencia general en la sociedad, que afecta a las
ramas sanitarias y esta es la importancia creciente que adquiere la técnica en
detrimento del lado más humano de la relación médico o terapeuta - paciente. Es
cada vez más frecuente encontrar cirujanos que le explican al paciente cómo
será operado con una técnica de última generación, por la que con un aparato de
unos milímetros conseguirán extraer el tejido dañado, dejando una marca
inapreciable y volviendo a su casa el mismo día. Todo ello, explicando con la
frialdad, no necesariamente malintencionada, del que trata al paciente como
alguien al que se le debe hacer un procedimiento determinado, pero no tomando
en consideración las angustias, expectativas y, en general, la vivencia que el
paciente pueda tener de este proceso. Con esto no queremos restar importancia a
los avances tecnológicos tan importantes en la ciencia moderna y que nos han
permitido lograr hitos impensables tan sólo unos años atrás. Sin embargo, sí
debemos recordar y enfatizar la importancia de que estos avances no
ensombrezcan el lado más humano de las ciencias de la salud.
La psicología no ha sido inmune a este cambio de paradigma y
también ha visto afectada la forma de intervenir en psicoterapia. Se da la idea
de que, aplicando una serie de técnicas, un individuo que presente ciertos
síntomas podrá superarlos y se encontrará mejor. De forma aséptica y sin mayor
indagación, pues “le faltaban herramientas y nosotros se las damos”. De hecho,
se oyen frases del tipo de “¿para qué vamos a remover cosas del pasado?” o, “si
con estas estrategias la persona se encuentra mejor, ¿por qué explorar más allá?”
La cuestión es compleja y, lejos de defender una u otra escuela de
psicoterapia en función de su grado de profundidad, queremos analizar cuáles
son los peligros, tanto para el profesional como para el paciente, de ser extremadamente
técnicos en las intervenciones. Es
cierto que la persona que acude buscando una psicoterapia lo hace en la gran
mayoría de casos porque presenta unos síntomas, los que sean, que le producen
sufrimiento. Es de sentido común darnos cuenta que nadie presenta síntomas de
forma azarosa, como caídos del cielo, sino que son más bien la expresión de un
sufrimiento que tiene que ver con la propia vida del sujeto. Así pues,
parecería sensato que la persona, antes de aplicar cualquier tipo de técnica para
eliminar ese sufrimiento, tuviera un lugar donde poder darle un sentido a qué
es lo que ha pasado en su vida como para que estos síntomas aparezcan. Lejos de
ser algo necesariamente negativo, estos síntomas podemos entenderlos en muchos
casos como señales de aviso de nuestro propio sistema psíquico de que algo que
estamos haciendo con nuestra vida nos está afectando; digamos que es un aviso
que requiere poder pararse a pensar por qué está presente.
Sin embargo, si ante el síntoma que sea, optamos por suprimirlo
porque genera malestar al sujeto, estamos eliminando la posibilidad de que este
pueda explorar por qué ha aparecido y darle una lógica. Esto conlleva un cierto
tiempo, que puede variar según el caso, y que, sin duda, remueve mucho más que
la aplicación de unas técnicas efectivas y clínicamente probadas. Lo más preocupante de aplicar unas técnicas de
forma inmediata, es que es posible que, efectivamente, eliminemos los síntomas,
pero la persona puede persistir en las dinámicas que le llevaron a la aparición
de estos síntomas. O, lo que es peor, que no sepa cuáles fueron dichas
dinámicas. Es como si, ante la presencia de un dolor físico, directamente
aplicásemos un analgésico en lugar de analizar su origen, que puede estar
indicando la presencia de una patología mayor.
De nuevo, esto no implica que, una vez que la persona haya podido
darle un sentido a qué es lo que le ocurre, podamos usar las técnicas que
estimemos adecuadas; aunque en muchos casos nos llevemos la sorpresa de que ya
no es necesario aplicar ninguna técnica porque el mero hecho de caer en la
cuenta de qué era lo que generaba tal malestar cambie toda la dinámica subyacente y desaparezcan los síntomas.
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