Rara es la persona que a día de hoy defienda que se puede hacer un
tratamiento de trastornos mentales exclusivamente con medicación. Cualquiera
que se dedique de forma profesional al ámbito de la salud mental puede llegar a
esta misma conclusión por su propia experiencia. Sin embargo, es algo más
complejo encontrar argumentos para defender por qué es importante un enfoque
integral de tratamiento de los trastornos mentales y por qué no basta con los
psicofármacos.
El problema que planteamos es el siguiente: si los trastornos
mentales podemos entendernos como un conjunto de síntomas que etiquetamos bajo
una determinada categoría diagnóstica y el tratamiento, al igual que en las
enfermedades físicas, va dirigido a eliminar dichos síntomas, ¿qué problema
habría con usar únicamente psicofármacos? Si hablamos de un trastorno de
ansiedad, ¿acaso no la reducen de igual modo los ansiolíticos que otras
técnicas psicoterapéuticas? Dejando a un lado factores como el económico, los
posibles efectos secundarios y el potencial adictivo, que darían fruto a otro
debate, ¿por qué deberíamos pensar en la psicoterapia como la mejor opción de
tratamiento para la mayoría de trastornos mentales?
Nuestra posición va a ser la de defender la prioridad de uso de la
psicoterapia, o, al menos, la de su uso conjunto con ciertos psicofármacos que,
usados en casos concretos ciertamente son útiles. En nuestra opinión, para
entender por qué es más sensata esta postura debemos analizar no tanto cómo
debe ser el tratamiento de los trastornos mentales, sino cuál es su origen, he
aquí la clave. Pensamos que según cuál
sea el origen, sería lógico pensar que el tratamiento sería uno u otro.
Partimos de la premisa de que los síntomas que una persona
presenta y que son clasificables como un trastorno mental son entendibles como
una expresión de malestar o sufrimiento personal que tiene que ver con eventos
de la vida del sujeto. No obstante, debemos evitar caer en el dualismo
mente-cuerpo que nos llevaría a pensar que una cosa son los problemas psicológicos
y otro lo que tiene que ver con la biología. Efectivamente, estos síntomas,
sean cuales sean, tienen un sustrato orgánico, pero por su propia naturaleza su
origen tiene más que ver con el mundo emocional de la persona que con sus
determinantes biológicos. Es decir, que una persona presente crisis de ansiedad
en un momento dado, tiene más que ver con sus deseos, preocupaciones,
conflictos y, en definitiva, con sus experiencias, que únicamente con cambios
producidos a nivel biológico. Como indicábamos previamente, esto no significa
que estas crisis de angustia no produzcan y no sean promovidas por toda una
constelación de cambios biológicos, pero parece razonable pensar que en la gran
mayoría de casos estos no son los responsables últimos de su aparición.
Siguiendo este razonamiento y con el ejemplo expuesto como
referencia, si a este sujeto le prescribiéramos un determinado ansiolítico,
ciertamente, sus síntomas mejorarían y su ansiedad podría desaparecer, aunque
fuera temporalmente. Sin embargo, al
hacer esto se está obviando por completo qué es aquello de la vida de la
persona que le estaba produciendo ansiedad. Dicho de otro modo: el problema en
ningún caso es la ansiedad en sí misma, sino qué es lo que está ocurriendo en
la vida del paciente para que experimente ansiedad. Si estas vivencias no se
abordan, como en el caso de una terapia basada únicamente en la medicación,
estas continuarán atormentando a la persona, aunque el síntoma de ansiedad haya
desaparecido y la expresión de ese malestar encuentre otras formas de
expresión.
Independientemente de la corriente psicológica que cada terapeuta
utilice, nos parece lógico pensar que lo importante es darle un sentido a las
vivencias que cada sujeto pueda tener y poder relacionarla con sus síntomas porque,
como explicábamos anteriormente, estos sólo toman sentido considerando el mundo
interno de cada uno. Teniendo en consideración estos argumentos pensamos que
basarnos únicamente en la medicación para abordar el tratamiento de los
trastornos mentales es insuficiente y, en ocasiones, contraproducente al tapar
unos síntomas que, de otro modo, actuarían de demanda para explorar qué le está
ocurriendo a la persona en su vida para que aparezcan.
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