Siempre se ha escuchado eso de que los psicoanalistas deben
psicoanalizarse antes de poder atender pacientes, pero ¿realmente es necesario
que cualquier psicólogo haga su propia terapia? Y, en todo caso, ¿cuáles son
las ventajas de hacerlo?
En primer lugar, empecemos por analizar qué lleva a los
psicoanalistas a pasar por el diván no menos de 3 días por semana durante
varios años en el periodo de formación. El objetivo que se busca es doble; por
un lado es la mejor forma de aprender a hacer terapia, ya que todo terapeuta
comienza imitando a sus maestros con sus primeros pacientes. Además, la idea es que el futuro analista podrá
conocer mejor cuáles son sus propios conflictos, tomar conciencia de ellos y
así no proyectar en el paciente su propia problemática o, al menos, ser
consciente de cuándo esto puede ocurrir. De algún modo, lo que se busca es que
el terapeuta esté tan libre de sus propias inhibiciones como sea posible, para
así poder acercarse de manera menos sesgada al inconsciente de su paciente.
La pregunta que sigue es obvia, ¿si no soy psicoanalista ni
pretendo seguir ese modelo debo hacer una terapia personal? La respuesta es que
es recomendable hacer cualquier tipo de terapia –por supuesto, no necesita ser
terapia psicoanalítica- si uno quiere dedicarse a la psicología clínica. En este sentido, suele ser común que uno haga
una terapia del modelo al cual pretende dedicarse; antes citábamos el
psicoanalítico, pero también es frecuente que un terapeuta de familia sistémico
analice su propia dinámica familiar en el contexto de una terapia personal. Las
razones para hacerlo son muy diversas, pero se ha demostrado sistemáticamente
que aquellos terapeutas que antes han pasado por el papel de pacientes pueden
entender mejor las demandas de sus clientes. El ser terapeuta dota a la persona
de un estatus muy poderoso y con una enorme capacidad de influencia, que puede
ser usada de forma positiva, pero en ocasiones puede responder a otro tipo de
cuestiones más relacionadas con la historia personal del terapeuta. Por
ejemplo, si el paciente al que atiente un terapeuta tiene dificultades con los
mismos asuntos que este, puede intentar buscar que su paciente lleve a cabo
aquellas soluciones que él mismo no ha podido realizar y reaccionar de manera
virulenta en caso de que no lo haga.
No podemos olvidar que al fin y al cabo una terapia no deja de ser
un encuentro humano que progresivamente se torna más íntimo y en el que se
analiza al paciente desde el bagaje e historia personal del terapeuta, como no
podría ser de otra forma. Por ello, el requisito mínimo consistirá en conocer,
mediante el tipo de terapia que sea, cuáles son los puntos de conflicto
personales más importantes. Una vez hecho esto y abordadas estas conflictivas,
podremos saber si estamos proyectando en el paciente necesidades propias,
viviendo a través de él experiencias que deseamos o compensando carencias de
nuestra propia historia.
Las consecuencias de no hacerlo aparecen incluso en terapeutas experimentados,
que actúan deseos o intenciones, tomando actitudes radicales frente a
decisiones vitales del paciente, diciéndoles directamente qué deberían hacer o
oponiéndose firmemente a determinadas decisiones que corresponde al paciente
tomar. Antes mencionábamos como ejemplo a los terapeutas de familia, en estos
casos la supervisión de que no se caiga en este tipo de dinámicas ocurre en
todo momento ya que estos son observados por otro equipo de terapeutas detrás
de un espejo unidireccional. Con ello, se busca no sólo mantener la neutralidad
del terapeuta, sino aportar puntos de vista diferentes con los que enriquecer
las intervenciones que se estén realizando.
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