Alejandro
Muriel Hermosilla
Residente
PIR HGU Gregorio Marañón
Visitante
en Yale University – CMHC (EEUU)
Cuando pensamos en la cultura oriental, con relativa facilidad podemos
recordar todos aquellos proverbios que, con tanta sabiduría, hablan sobre la
vida y sus desafíos, donde, como no puede ser de otra manera, también se hace
referencia a cómo relacionarnos con nuestro mundo afectivo. Uno podría imaginar
que las personas de estas culturas orientales milenarias deben tener un
conocimiento mucho más profundo de la vida. Sin querer desmentir este hecho
sobre la población asiática, quiero compartir en este artículo mi experiencia
con el equipo de salud mental un hospital psiquiátrico de Hong Kong que nos
visitó recientemente en la Escuela de Medicina de Yale, con los que tuve
oportunidad de charlar varios días. Lo
que me contaron tiene poco que ver con la imagen de los sabios budistas que
meditan, la realidad se imponía de forma estrepitosa en este caso.
El motivo por el que este equipo formado por psiquiatras,
psicólogos, enfermeras y terapeuta ocupacional visitaban el departamento de
psiquiatría era para atender durante unas semanas a diversos seminarios en los
que se hablaría de la recuperación en salud mental y cómo implementarla a
través de políticas eficaces y sostenibles. Inocente de mí, pensaba que ellos
estarían mucho mejor formados que los americanos en eso de la recuperación y la
salud mental, pues en su cultura había muchos valores y prácticas que podían
proteger y actuar de amortiguador o catalizador de este sufrimiento. A
diferencia de esto, lo que me encontré en su experiencia es algo bien distinto.
Una de las principales dificultades que afrontaban en la salud mental era el
firme rechazo social que existía en la sociedad china en su conjunto a los
enfermos mentales, que frecuentemente eran considerados como simplemente vagos
o perezosos. Este rechazo era tal que las propias familias hacían pocos
intentos por intentar comprender qué les ocurría a sus miembros con enfermedad
mental y preferían que estuvieran en instituciones de forma casi permanente.
Esto implicaba que uno de los ejes más importantes en el abordaje de la salud
mental quedase desatendido casi por completo, el de la terapia o
psico-educación de la familia.
Otra de las peculiaridades con las que se encontraban aquellos con
un trastorno mental grave es que existía un reducidísimo número de puestos de
trabajo en los que pudieran estar, lo que generaba un circulo vicioso, pues al
no poder trabajar nunca acaban de ser independientes ya que las ayudas que
recibían del gobierno eran muy escasas.
La idea de recuperación en salud mental para el grueso de la población
china parecía algo casi inalcanzable, algo que, dados los pocos recursos
existentes en esta dirección acababa por confirmarse.
La otra parte de la historia eran las condiciones de los
trabajadores de salud mental, que tenían una carga tal de pacientes que
disponían de unos 5 a 10 minutos como máximo con sus pacientes, con lo que es
fácil imaginar la calidad que tendrían estos tratamientos. La mayor parte de
las terapias estaban casi exclusivamente dirigidas al manejo de los síntomas.
Algo que me sorprendió es que los psicólogos eran encargados de dar “cursos de
empatía” a los trabajadores de los centros de salud mental, pues habían
detectado un trato muy frio hacia estas personas. Aunque, como en otras
materias fuera del ámbito de la salud, se están produciendo rápidos avances y
están ávidos por aprender más, fue interesante a la vez que, a veces, algo
desconcertante conocer cómo era su trabajo con esta población.
Como ocurría en otros tiempos, la enfermedad mental y el estigma
asociado, se mezclaba con una pobreza a la que pocos podían escapar por sus
propios medios, lo que agravaba aún más la propia enfermedad mental,
convirtiéndose en un perverso ciclo que se retroalimentaba.
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