Por Dr. Juan Jesús Muñoz García, Profesor de Psicología Clínica de CeDe
Sufrimiento,
pesadumbre, incertidumbre, incomprensión y un largo etcétera de vivencias o
sentimientos que evocan, en lo más profundo de nuestro ser, la necesidad de
encontrar un refugio, un lugar donde alguien o algo nos recoja y proteja de
aquello que atenaza y atemoriza,
o que simplemente no somos capaces de explicar. Todas las personas pasamos por
estas vivencias tarde o temprano, por más que uno de nuestros principales
objetivos sea la felicidad y por más que pensemos que a nosotros nunca nos
sucederá. Sin embargo, pocas veces somos capaces de dar el verdadero
valor que tiene que nuestra mente esté en contacto con la realidad y,
por tanto, nos permita relacionarnos en forma óptima con aquello o aquellos que
nos rodean, lo que supone una magnífica oportunidad para poder avanzar hacia la alegría,
esperanza, expectativas y, en definitiva, la posibilidad de hacer frente a
nuestros problemas; algo que se torna en una tarea de mayor complejidad cuando
los lazos de contacto con la realidad son débiles y dependen, que no de
forma directa, de la capacidad de unos fármacos a los que se añaden
determinadas terapias para posibilitar que toda la emocionalidad disruptiva sea
modulada y, con mucho esfuerzo, junto con alguna dosis de fortuna, la persona
afectada por una enfermedad mental grave pueda acceder a la posibilidad de
vivir emociones en el formato que la sociedad considera como normal.
El
planteamiento inicial para comprender cuanto una persona puede sufrir cuando
está afectada por una enfermedad mental grave partiría de un collage de diferentes situaciones
difícilmente eliminables de mi memoria y que, no por ser escuchadas a diario, pierden
vigencia en su capacidad para conmover a quienes las viven más de cerca. Es en
estos momentos cuando se toma conciencia de la aparente fortuna de aquella
persona que no está afectada por una enfermedad mental, ya que una
de las situaciones más terribles que podemos experimentar es cuando la mente
sufre.
En
mi recuerdo están historias escuchadas y compartidas a lo largo de diferentes
años desde mis inicios como residente hasta la actualidad. Son tan intensos y
especiales los pasajes escuchados y vividos que aunque en otros escritos se planteará
una ficción no será, por desgracia, algo imposible, sino una composición dentro
del elenco de historias que han posibilitado que facilitar la calma de la mente
herida sea, en la práctica, una convicción y una causa que motiva cada acción a
realizar buscando mitigar las heridas causadas por una enfermedad devastadora,
de consecuencias insospechadas y que, en la mayoría de los casos, condiciona
la vida de quien la padece y su entorno prácticamente de forma perenne
y, en la peor de las circunstancias, puede suponer una ruptura de la dinámica
personal, familiar y/o social de consecuencias fatales para cualquiera de estos
estamentos. El nombre que la sociedad ha dado a una de las enfermedades
mentales consideradas graves y duraderas es Esquizofrenia, si bien hay otras alteraciones que también podrían
entrar bajo esta denominación (p. e.: trastornos bipolares). No obstante, la esquizofenia (término derivado del
griego clásico σχίζειν schizein y φρήν phrēn) implica, tal y como su
raíz etimológica señala, la ruptura de la mente con la realidad,
impidiendo un contacto adecuado de las personas que la padecen con el mundo que
los rodea. Partiendo de esto, la ficción
realista que se expondrá, pretenderá aportar una visión aproximada de cómo
esta enfermedad supone un antes y un después en la vida de los afectados,
entendiendo como tales aquellos que padecen el trastorno junto con su entorno;
un entorno que también sufre, ya sean familiares, amigos, profesionales o
simplemente cualquier persona de la sociedad con un mínimo de empatía. Sirva
esta introducción basada en el padecimiento
para abrir camino a cuatro partes más centradas en vivir, explicar,
el estigma
y, por último, el alivio de/en la esquizofrenia;
contando con esa mezcla de pasajes que constituyen la experiencia relativa a esta
afección.
Llegados
a este punto, cuesta no poner un nombre a tantas y tantas vivencias que, bien
sea por su gravedad o por el impacto que han causado en un yo receptivo a las
mismas, han motivado una adhesión inmutable a la mejora de las
condiciones de todos los afectados por la esquizofrenia. En la recámara
queda la concienciación de una sociedad que en ocasiones estigmatiza a estas
personas con etiquetas como incurables, locos, peligrosos
y, en síntesis, impidiendo o, cuanto menos, dificultando, su
proceso de integración en la sociedad. Creer que estos pensamientos son
parte de sólo unos pocos puede ser refutado con experiencias como la del
recuerdo vago de una conversación en
un congreso con un médico generalista que golpeó
mi cerebro con frases como “que quieres que te diga… los locos no tienen
cura”, “lo mejor es que estén encerrados…” y “tarde o temprano son peligrosos…”.
Qué fácil sería decir que esto es incierto, qué sencillo sería exponer datos
que contradicen estas afirmaciones, pero qué difícil es ponerse en el lugar de
aquellos que están experimentando una enfermedad que puede desorganizar los
elementos primordiales de un ser humano y dificultar, e incluso imposibilitar,
el desarrollo de una vida de las consideradas normales. Sólo comprendiendo
el sufrimiento de los otros y poniéndonos en su lugar, podremos ser una
fuente de apoyo o, al menos, una tentativa de solución a sus problemas.
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