viernes, 5 de mayo de 2017

Un sentimiento eterno

Por Dr. Juan Jesús Muñoz García, Profesor de Psicología Clínica de CeDe



Existe un sentimiento o valor indescriptible que puede energizar nuestro comportamiento aunque también puede bloquearnos drásticamente. Tirando de retórica, podría decirse que a veces es visible simplemente con una conexión de miradas, palpable a través de unas caricias y audible intensamente con un minúsculo susurro. Cierto es que puede exaltar otras emociones y convertirse en una guía motivacional de nuestro comportamiento. Al fin y al cabo te impulsa cuando lo sientes, te guía cuando lo experimentas, te consuela cuando es sincero y te completa cuando es recíproco. Con nuestro matutino despertar, los párpados dejan de ocultar nuestros ojos que rápidamente anhelan visualizar a quien/es lo determina/n o cuanto menos abrir camino a pensamientos sobre esa/s persona/s. Qué curioso este sentimiento, aunque pueda basarse en muestras diminutas, paradójicamente incrementa exponencialmente nuestras ansias de crecer.

Afines a este valor son la sana amistad, el digno aprecio, la reflexiva dilección, la loable dignidad, la honrosa filantropía, el hermoso querer, la dulce ternura y la inquietante pasión. Antagónicos son la amarga antipatía, el obtuso enconamiento, la deleznable inquina, el perturbador odio o el amargo rencor. En ocasiones es tan exaltado que  puede provocar un mal con su nombre y facilita que consideremos que perdemos el tiempo si no se ve correspondido. La sabiduría popular dice que si es de madre es incomparable; atreviéndome a añadir que infinito, incondicional e increible. Por ello, derivando de tan inconmensurable fuente, lógico es que empodere  cuando lo otorgamos y recibimos, dinamite barreras y posibilite aparentes utopías.

Platón lo marcó con un carácter instrumental, al señalar que expresaba el deseo de lo que no se tiene, aburriéndonos cuando lo alcanzamos y convirtiéndolo en un desecho a reclamar posteriormente. No puedo más que hacer un guiño de ojos a esta aseveración con tantas y tantas situaciones que nos suceden a todos. Lo que parece obvio es que  supone  algo que no decidimos con toda nuestra conciencia ni volición. Kant distinguió entre el práctico y el patológico, línea que me permito adoptar. Considero que si es puro, necesariamente vendrá tildado por lo irracional, cierta impulsividad y ningún vestigio de pragmatismo. Como casi todo en la vida, en dosis comedidas puede ser increíble, pero una cantidad ingente del mismo nos puede abocar a comportamientos desquiciados y carentes de sentido, dominando nuestro intelecto y emociones, contribuyendo a enturbiar nuestra percepción del mundo y abocándonos a ser una amalgama de deseos. Invadido por el pragmatismo, me permito aconsejar la expresión real de este sentimiento desde un sempiterno respeto a los demás y anteponiendo nuestra identidad en forma de la expresión de nuestras creencias y valores más arraigados.

También hay quienes dudan acerca de si verdaderamente existe, otorgando un frío y pragmático sustrato hormonal que implicaría la búsqueda de personas por mera necesidad cerebral. Siento la necesidad de huir de tan vacuo aporte, máxime al hablar de algo que puede entrar por los ojos pero rápidamente se aposenta en nuestro interior para encender una llama que, bien avivada, alivia y cura. Cuando nos vemos sometidos al infortunio y las sombras se ciernen sobre nosotros puede haber una luz que nos ampare y aleje de lo fatídico. Esa es la luz que aporta este sentimiento. Intensas palabras que derivan de Víctor Hugo y su emocionante Los Miserables, donde Jean Valjean redime continuamente lo que perturba su conciencia y nos muestra como desde la humildad, los buenos sentimientos y la capacidad para aprender de nuestros errores, se generan fortaleza, hay una deriva hacia el bienestar y se dignifica nuestro espíritu. La protección otorgada a Fantine, la dedicación a su hija Cosette o el manto protector dado a Marius, amén del perdón a Javert, su implacable perseguidor; definen a Valjean como un ser humano lleno de esta entrega y dedicación a los demás que caracteriza a los seres humanos llenos de este sentimiento.

Llegados a este punto, cómo evitar nombrar aquello que ahoga nuestros ojos cuando pensamos en que desaparece quien lo recibe o se debilita su identidad por avatares aparentemente inmutables. Aunque a veces cuesta reconocerlo y, por tanto, nombrarlo; a estas alturas es imposible que no sepas que hablo de amor, un sentimiento eterno.

Lectura recomendada
Hugo, V. (1862, ed. 2007). Les Miserables.  London: Penguin.

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