Por Dr. Juan Jesús Muñoz García, Profesor de Psicología Clínica de CeDe
Existe un sentimiento
o valor indescriptible que puede energizar nuestro comportamiento aunque
también puede bloquearnos drásticamente. Tirando de retórica, podría decirse
que a veces es visible simplemente con una conexión de miradas, palpable a
través de unas caricias y audible intensamente con un minúsculo susurro. Cierto
es que puede exaltar otras emociones y convertirse en una guía motivacional de
nuestro comportamiento. Al fin y al cabo te impulsa cuando lo sientes, te guía cuando
lo experimentas, te consuela cuando es sincero y te completa cuando es
recíproco. Con nuestro matutino despertar, los párpados dejan de
ocultar nuestros ojos que rápidamente anhelan visualizar a quien/es lo
determina/n o cuanto menos abrir camino a pensamientos sobre esa/s persona/s.
Qué curioso este sentimiento, aunque pueda basarse en muestras diminutas,
paradójicamente incrementa exponencialmente nuestras ansias de crecer.
Afines a este valor son la sana amistad, el digno
aprecio, la reflexiva dilección, la loable dignidad, la honrosa filantropía, el
hermoso querer, la dulce ternura y la inquietante pasión. Antagónicos son la
amarga antipatía, el obtuso enconamiento, la deleznable inquina, el perturbador
odio o el amargo rencor. En ocasiones es tan exaltado que puede provocar un mal con su nombre y facilita
que consideremos que perdemos el tiempo si no se ve correspondido. La sabiduría
popular dice que si es de madre es incomparable; atreviéndome a añadir que infinito, incondicional e increible.
Por ello, derivando de tan inconmensurable fuente, lógico es que empodere cuando lo otorgamos y recibimos, dinamite
barreras y posibilite aparentes utopías.
Platón
lo marcó con un carácter instrumental, al señalar que expresaba el deseo de lo que no se tiene, aburriéndonos cuando lo
alcanzamos y convirtiéndolo en un desecho a reclamar posteriormente. No
puedo más que hacer un guiño de ojos a esta aseveración con tantas y tantas
situaciones que nos suceden a todos. Lo que parece obvio es que supone algo que no decidimos con toda nuestra
conciencia ni volición. Kant distinguió entre el práctico y el patológico,
línea que me permito adoptar. Considero que si es puro, necesariamente vendrá tildado por lo irracional, cierta
impulsividad y ningún vestigio de pragmatismo. Como casi todo en la vida, en
dosis comedidas puede ser increíble, pero una cantidad ingente del mismo nos
puede abocar a comportamientos desquiciados y carentes de sentido, dominando
nuestro intelecto y emociones, contribuyendo a enturbiar nuestra percepción del
mundo y abocándonos a ser una amalgama de deseos. Invadido por el pragmatismo,
me permito aconsejar la expresión real
de este sentimiento desde un sempiterno respeto a los demás y anteponiendo
nuestra identidad en forma de la expresión de nuestras creencias y valores más
arraigados.
También hay quienes dudan acerca de si verdaderamente
existe, otorgando un frío y pragmático sustrato hormonal que implicaría la
búsqueda de personas por mera necesidad cerebral. Siento la necesidad de huir
de tan vacuo aporte, máxime al hablar de algo que puede entrar por los ojos
pero rápidamente se aposenta en nuestro interior para encender una llama que,
bien avivada, alivia y cura. Cuando nos vemos sometidos al infortunio y las
sombras se ciernen sobre nosotros puede haber una luz que nos ampare y aleje de
lo fatídico. Esa es la luz que aporta este sentimiento. Intensas palabras que derivan
de Víctor Hugo y su emocionante Los
Miserables, donde Jean Valjean redime continuamente lo
que perturba su conciencia y nos muestra como desde la humildad, los buenos
sentimientos y la capacidad para aprender de nuestros errores, se generan
fortaleza, hay una deriva hacia el bienestar y se dignifica nuestro espíritu.
La protección otorgada a Fantine, la dedicación a su hija Cosette
o el manto protector dado a Marius, amén del perdón a Javert,
su implacable perseguidor; definen a Valjean como un ser humano lleno de
esta entrega y dedicación a los demás que caracteriza a los seres humanos
llenos de este sentimiento.
Llegados a este punto, cómo evitar nombrar
aquello que ahoga nuestros ojos cuando pensamos en que desaparece quien lo recibe o
se debilita su identidad por avatares aparentemente inmutables. Aunque a veces
cuesta reconocerlo y, por tanto, nombrarlo; a estas alturas es imposible que no
sepas que hablo de amor, un sentimiento eterno.
Lectura
recomendada
Hugo, V. (1862, ed. 2007). Les Miserables. London:
Penguin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario