Mi corazón parece salir del pecho, noto un sudor frío
a la par que mi piel palidece, mi estómago está revuelto anunciando una
incipiente diarrea. Para más inri me tiembla la voz y noto pesadez así
como rigidez en mis piernas. Creo que no voy a ser capaz de superar la situación
a la que me enfrento. Y es que el miedo, terror, horror, temor y por qué
no decirlo el canguelo y la subsecuente cagalera (perdón) atenazan.
El miedo nos acobarda generando un encogimiento que nos impide avanzar.
Curiosa emoción que, aunque surja en el momento, siempre es ante lo
que pueda pasar. Este carácter de indeterminación futura es el que hace
al miedo y su hermana mayor, la fobia, dos elementos ansiógenos condicionantes
de nuestro día a día.
Mi abuela presentaba una xantofobia por lo que
cuando veía algo de color amarillo hacía muecas expresando auténtico asco
y aberración. La prevalencia de las fobias varía según aspectos como el
sexo, edad, momento/circunstancias, lugar y cultura. Pero sin pensar en fobia,
o qué narices, metiéndonos en el papel y visualizando determinadas situaciones,
no me creo que no existan miedos en cualquier persona y, por qué no
decirlo, posibles fobias a un montón de situaciones. En un ejercicio de
autorrevelación parcial y tras la consulta de un buen diccionario de fobias,
me he dado cuenta de que quizá necesite ayuda o, cuanto menos, ampliar miras en
mi zona de confort. Matizando que mi ejercicio de apertura no terminará
con la afirmación de la existencia de una fobia en mi persona, ya que
no es plan abrirse tanto, he de admitir que tengo cierto nivel
de liguirofobia al molestarme los ruidos fuertes llegando a descentrarme.
Peor aún si escucho estos ruidos desde las alturas o simplemente miro una
construcción de muchos metros de alto imaginando que puedo estar en la cúspide,
siento como la acrofobia se apodera de mí.
Por añadidura, nunca fui una persona de emociones
fuertes, es lo que tiene vivir algo de una hermefobia. Cuando
comenzaba a hablar en público sentía una asfixiante nudo en la garganta
y, lo que es peor, era consciente de como mis mofletes iban adquiriendo un
intenso tono rojizo. Total, que por el precio de una tengo dos:
glosofobia y ereutrofobia. Posiblemente lo de hablar en público y
ruborizarse tiene que ver mucho con lo de mi posible catagelofobia o
aversión a hacer el ridículo, algo que conecta con mi vergüenza por
bailar o corofobia. Sí, lo sé, tengo unas cuantas (y las que me
quedan o no admito). No me gustan las largas esperas, es más, me irritan…
y a esto lo llaman macrofobia. Aún menos las aguanto si se producen en
lugares estrechos que refuerzan mi estenofobia. Por lo menos que no
me roben, porque tengo aversión a ser robado; perdón, se llama
harpaxofobia. Y puestos a rechazar gente, mi respeto hacia las enfermedades
puede justificar mi iatrofobia (rechazo a ir al médico).
Últimamente noto que he de obligarme a ejercer mi derecho de votar…, quizá esté
desarrollando una politicofobia (creo que aquí no hace falta aclarar).
Por terminar a salvo con mi situación en el presente, pienso que pese a una
preferencia por la introversión, no rechazo los contactos sociales y/o
relaciones con otras personas (fobia social).
Terminada la autorrevelación de las fobias
presentes viajaré al pasado ya que no tengo anacrofobia sino, me
atrevería a decir, anacrofilia (por favor que nadie piense en una
parafilia consistente en obtener satisfacción por viajar en el tiempo).
Sólo que me encantaría poder hacerlo. Si viajo al pasado recuerdo que me marcó
mucho ver a una edad inadecuada un fragmento de la película Viernes 13.
No sé si he superado la posible friggastricaidecafobia pero es que, como
me dijeron que en España ese día equivalía a un martes con el mismo número,
creo que también tenía trezidavomomartiofobia. Puestos a tener días
malos, no me digáis que no sentís aversión por los lunes. Pues he de
deciros que presentáis una deuterofobia. Con tanto número me viene a la
mente mi respeto por otro asociado a lo demoníaco. Ese seiscientos sesenta y
seis que supone la suma de los primeros 36 números naturales y la suma de
los cuadrados de los siete primeros números primos pero, sobre todo, se asocia a
la marca de la bestia y, quizá por mis miedos infantiles, tiene el poder
de acrecentar mi hexakosioihexekontahexafobia. Esta última palabra tiene
tantas sílabas que me recuerda mi pánico a hablar y trabarme con términos tan
impronunciables que contribuyen a intensificar la fobia que da título a este
escrito y que paradójicamente designa aversión a las palabras extensas.
Me da pánico la muerte (necrofobia) y alguno de sus posibles
causantes, a saber, serpientes (ofiodiofobia) u hombres lobo
(ya sé que estos no existen pero si existieran seguro presentaría
licantrofobia). Siguiendo con el mundo de los seres vivos y los miedos
infantiles no puedo olvidar mi pediculofobia (aversión a los piojos).
Por ir terminando con este listado, vuelvo a tirar de
la anacrofilia para ir en este caso al presente y recordar el asco
que me generan las polillas (motefobia). Soy consciente de la
nimiedad de esta aversión frente a la probablemente fobia más extendida durante
el siglo XXI en nuestra sociedad. No me dirás que no vives todo lo descrito en
el primer párrafo si sientes que has olvidado el teléfono móvil en algún
sitio. Si es así, presentas una nomofobia. Total que empiezo a pensar que
casi puede ser que me diagnostiquen una panofobia, porque parece que
tengo rechazo a casi todo.
Decía Marie Curie que a nada en la vida se
le debe temer, sólo se le debe comprender y estoy de acuerdo ya que quizá
aquello que nos da más miedo en realidad ya es pasado. Pero bueno, si
errar es de humanos, tener miedo no lo es menos. Ante ello
hemos de armarnos de valor y afrontar nuestros temores. Ahora bien, no
nos pasemos en nuestro armamento, ya que, y perdón por lo escatológico,
hombre muy armado, de miedo va cagado.
Lectura
recomendada
Rojo,
J. (2011). Comprender la ansiedad, las
fobias y el estrés. Madrid: Pirámide
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